Ocurrió un domingo, como a las seis de la tarde,
justo antes de que fuera a cenar. Su comida perdió sabor y su mirada brillo,
porque se había dado cuenta que había dejado de desear y que tenía todo lo que
quería. Hurgó en su alma y no encontró nada, más que esa sensación extraña y
pesada de incomodidad. Nada por lo que luchar, nada por lo que esperar; era
libre, y, extrañamente, tenía mucho miedo.
Eso lo asustó más; jamás había tenido miedo a nada
objetivo. Su estómago estaba revuelto por esa sensación, y no sabía qué hacer.
Terminó la comida y pagó la cuenta, y, metiendo sus manos en los bolsillos de
su chamarra, decidió caminar en lugar de tomar el tren.
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